El ritual
Aún era primavera cuando estallé, necesitaba que lo hiciéramos de nuevo. Era algo que me faltaba cuando entraba a la casa de mi madre, de mi hermana, de los vecinos, al supermercado, al restaurante, a todos lados. A penas cruzaba la puerta me venía la sensación de que había olvidado algo, me fatigaba, me descomponía y derivaba en silencios. Me preguntaban si todo estaba bien, si necesitaba algo, pero al principio no lo entendía.
Todavía entraba con las manos juntas esperando recibir inicio del ritual, pero quien estuviera del otro lado del umbral sonría, como si estuviera bromeando, pero me di cuenta cuando mi suegra dijo “vos siempre con tus cosas”. No eran mis cosas, era algo que habíamos hecho, que vivía dentro de mí, yo lo necesitaba, y le dije, lo confesé delante de su madre, que era en serio, necesito que cuando llegue a casa, al menos en mi casa, que al menos cuando estés, me recibas con el chisguete de alcohol y me rocíes las manos. Soñaba con ese alivio que solo otro podía darme.
A pesar de mi llanto, cuando regresamos a nuestra soledad compartida, se negó, me dijo que eso le traía malos recuerdos. En la terraza estaban sus macetas con retoños de flores, que había sembrado en el poco tiempo que tenía entre el trabajo, el segundo trabajo y la maestría. Aún era primavera cuando cayeron hasta la planta baja, para cuando estallaron contra la vereda ya había llegado el otoño.
Por: Camilo Albarracín Zelada